Era una noche fría, húmeda y ventosa, cuando él, abotonándose bien el abrigo sobre su cuerpo consumido y alzando el cuello por encima de las orejas agarró el tirador de la puerta para salir por fin a la calle. Sin embargo, en el último momento, volvió a dudar, se dio cuenta que no lo tenía claro y se detuvo.
Aquel año 2055 no estaba siendo un buen año. Aparte de todo lo que había pasado, era ese punto de inflexión que se dice que siempre hay en la vida de uno y que te descoloca. Por supuesto, sabía que no era el único con problemas, que bastante tenía la gente con todo aquello, pero era incapaz de entender por qué le estaba sucediendo a él, por qué había llegado hasta ese extremo.
Leía mucho, para él era la base de todo, y sabía que eso era muy peligroso, pero aún así leía como un loco los libros que acumulaba en el agujero, los recogía según los encontraba abandonados en los barrancos o las cloacas, aunque se jugara su libertad con ello. Porque en aquella época, aquellos malditos años, la lectura se convirtió para él en una obsesión, utilizaba los libros no como una manera de disfrutar de un placer intenso sino como el mecanismo que le ocupaba su mente y le evadía de lo que le rodeaba. Por eso era uno de Ellos, por eso y por escribir. Por eso su vida era un tormento, por eso había sido abandonado por todos, por su familia, por sus amigos, por sus colegas que también se jactaban de que aguantarían hasta el final pero que claudicaron cuando las cosas se empezaron a poner realmente mal.
Lo terrible fue cuando se acabó el papel en el que escribir. Ya casi nadie lo usaba, pero después del Gran Día los dispositivos digitales desaparecieron o eran inaccesibles y la Red estaba plagada de controles implacables que acabaron en pocos meses con los que lideraron la revuelta. Por tanto, hubo que volver al viejo sistema. Por buscar algo positivo en todo aquello, fue agradable volver a escribir en papel, con un bolígrafo o un lápiz de toda la vida. Ya casi nos habíamos olvidado de escribir como nuestros abuelos, pero nos sirvió de aliciente para coger más fuerza y sentirnos como los últimos mohicanos de una vieja cultura y una antigua manera de hacer que había que mantener fuera como fuera, a costa de cualquier cosa.
Aguantaron unos pocos, el sacrificio era titánico, no solo por lo que había que hacer para conseguir papel en blanco, que valía más que el uranio, sino porque los Agentes, no sé aún cómo, nos iban capturando poco a poco y acababan con nosotros. Luego vino lo de los árboles; todos, todos devastados, quemados, eliminados, extinguidos antes que los lagartos de Komodo. El mercado negro sucumbió ante la evidencia del fin de existencias y hacerlo sobre otros materiales, tela, plástico, paredes, piel humana, hacía la escritura impracticable.
Esa noche, en pleno toque de queda, en su agujero levemente habilitado, leía otra vez su libro favorito, uno del gran Z. en el que proponía su fórmula para superar lo que antaño era el clásico pánico a la hoja en blanco de los escritores. Volvió a reírse ante la triste paradoja de que en aquellos tiempos el gran problema no era el pánico ante el impoluto papel sino que no había un puto papel que manchar. Pero también volvió a llorar, volvió a llorar como el que sabe que es el último de una saga milenaria y que todo está perdido.
Estaba seguro que fueron sus gritos y gemidos de desesperación en el agujero lo que le delató, algún maldito ciudadano pasó por allí, le oyó y fue corriendo a las autoridades con esperanza de recibir su recompensa. Por eso se resignó por última vez, era el final, ya no resistía más. Se volvió a subir el cuello del abrigo, echó un último vistazo a su aposento asegurándose de que todo estaba en su sitio, se colocó el lápiz en la oreja como último acto de rebeldía y abrió la puerta.
Sus ojos le dolieron terriblemente ante aquella luz desorbitada y luego se cerraron. Os aseguro que le dio tiempo a comprender que no debía haberlo hecho.
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