miércoles, 2 de marzo de 2011

Comprar o alquilar


Hace años que compro libros con habitualidad, con habitualidad de verdad, como poco todas las semanas. Y me encanta comprar libros, es un acto precioso, gozoso es una palabra que lo describe bien. ¡Qué ratos en la Librería Rumor! Con anterioridad me pasaba lo mismo con los discos, con los CDs, que los compraba con pasión. Aquello murió, ya no compro CDs, ya sólo los cuido con primor de la soberbia del todopoderoso Ipod, nunca lo hubiera creído. Pero no ocurrirá lo mismo con los libros, lo de los libros es distinto a los discos.
Parece que todo iba bien, pero hete aquí que, según dicen, a la gente, todos a la vez y en todo el mundo, le da por comprar pisos sin tener dinero suficiente para ello. Esto engorda y explota y estamos donde estamos, todo era un sueño, demasiado gasto. Se origina una coyuntura que nos ha obligado a cambiar algunos hábitos para reducir los gastos, está la cosa muy malita. Una de las medidas que, en mi caso, se enmarcan dentro de este drástico plan de ajuste ha sido una reducción al mínimo del dispendio literario. Yo, que siempre fui comedido. Triste, muy triste.
Dada esta situación, hablo de hace un par de años, y tratando de buscar un paliativo al brutal síndrome de abstinencia que se abate sobre el enfermo, caí en la cuenta de un ente que me sonaba pero, honestamente, no sabía qué era ni cómo era: una Biblioteca Pública. Pues bien, después de este tiempo, he de admitir que ha resultado el remedio, espero que temporal, a la debacle, la morfina para la amputación emocional; un montón de libros a mi alcance, no nuevos e impolutos como nos molan a todos, pero ahí están. No sólo te permite leer sin límite sino quizá algo mejor, tirarte a la piscina a lo bestia y empezar lecturas sin prejuicios, a ver de qué va, si no me gusta lo devuelvo y punto. Uno descubre grandes cosas así. He de decir, sin falso pudor, que yo ya hacía esto antes, me gustaba arriesgarme comprando libros, la posibilidad de encontrar un tesoro resarcía del riesgo de una compra fallida, ya lo releeré, seguro que tiene su oportunidad en otro momento. Pero ya he dicho que la gente empezó a comprar pisos y todo cambió…
De verdad, no se valora en su justa medida el papel de las Bibliotecas Públicas.
Bueno, entonces, ¿cómo ha quedado mi vida? Pues ahora voy a la biblioteca y cojo los libros, que leo y devuelvo; y así, pensaba yo, elimino la necesidad de comprar (mejor dicho, la engaño, porque la necesidad de comprarlos sigue ahí). En todo caso, me digo, compraré libros que sé que nunca estarán en una biblioteca pública, ¿cuáles? fundamentalmente los de las llamadas editoriales independientes, de escasa tirada pero de alto valor unitario (material y espiritual). No así con los clásicos o más habituales. ¿Para qué me voy a comprar (que quede claro: esta pregunta sólo tiene sentido en las difíciles circunstancias que atravesamos; sin ellas, sería una solemne gilipollez) Las ciudades invisibles de Calvino o La cripta de los capuchinos de Roth si lo tengo en la biblioteca? Así me había acomodado yo a la travesía del desierto, y aguantaba apretando los dientes. No hay mal que cien años dure.
Pero ha ocurrido algo recientemente que me ha hecho reconsiderar todo esto desde otra perspectiva: han coincidido en mis manos dos préstamos, los Nueve Cuentos de J.D. Salinger y Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco.
No es el momento ahora de reseñar los libros, pero he de decir que me han impresionado de una manera especial, literalmente me han dejado anonadado. He cogido otros grandísimos libros, por supuesto, pero me ha ocurrido con estos. Y quizá la clave ha estado en que se trata de dos libritos, de pocas páginas quiero decir, y por ello, son baratos, mucho. Y no he podido resistirlo, a tomar por saco las restricciones, he salido disparado y me los he comprado, y también ha caído Sostiene Pereira de Tabucchi, que leí hace un año y pico y que es del mismo perfil, impresionante y barato. ¡Qué felicidad, tres de una tacada y por cuatro perras! Ya están en la estantería de arriba (la de honor) de la biblioteca, la de mi habitación, no la pública. Y hay muchos más así.
A partir de ahora ya no voy a usar la Biblioteca Pública para eliminar la necesidad de comprar libros, será distinto, casi precisamente para lo contrario, ¡para saber qué libros tengo que comprar! Aunque estén leídos, me haré con los mejores, y en edición de bolsillo. Los quiero, los tengo, ¡son míos!, ¡sólo míos!. Y buenos, muy buenos.

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