martes, 8 de marzo de 2011

La lámpara lunar


La noche empieza mal, se dijo, detestaba la comida japonesa. Ana también lo sabía y aún así habían quedado en el Murakami. El sushi no le invitaba a ninguna agradable relación social y para matar el hambre se apañaría con un plato de ternera con nosequé.
Ricardo trató de resignarse, lo importante es la compañía, dicen. Alicia y Roberto. Odiaba los estereotipos y en absoluto era machista, pero no soportaba a Alicia, su mundo eran los artículos del Metropolitan y, claro, juntas a dos así y está liada; su marido Roberto solo habla de sus operaciones y lo importante que es la cirugía estética para el bienestar psicológico de sus clientes. Menos mal que también va Carmen a cenar, pensó. La conocía hace mucho tiempo y tenían muchas cosas en común aunque, admitió que con razón, empezaba a cansarse de él y de que no supere todo esto.
La vuelta a casa le relajó, no porque acabase todo aquello sino porque su cochazo era su oasis y la música proporcionaba una impagable niebla sonora que ocultaba la tirantez del silencio. Al salir del coche apreció con orgullo que la luna llena permitía ver claramente todo el magnífico jardín de la casa. Tengo que limpiar la piscina. Había muchas hojas y algo extraño flotando.
Se quitaron la ropa, nada más lejano a una escena romántica. Como siempre, Ricardo tiró las prendas al suelo sin cuidado. Se dio cuenta y para evitar discusiones pensó recogerlo todo, pero cambió de opinión y se limitó a colgar la corbata todavía con su nudo en el saliente del cabecero de la cama. ¿Qué es aquello que flota en la piscina? se preguntó mirando hacía allí de nuevo por la gran ventana del dormitorio.
Tú como siempre, más seco que un palo, le dijo Ana ya metida en la cama, si no quieres salir con Alicia me lo dices y punto; aunque no te quejes, que estaba la sabionda de Carmen que te entiende divinamente. Ricardo sintió la necesidad de decir sus verdades, pero tomó el comentario como otro golpe más, dominaba la técnica de recibirlos soportando el dolor. Ya sabes que me aburren, pero necesitabas charlar con ella y hemos ido, se limitó a decir Ricardo, tú pides y yo concedo, siempre es así.
¿Cómo dices? Ana le miró con ese tono agresivo típico suyo, ¡valiente tontería tío! Si me dieras lo que te pido otro gallo cantaría; si ya lo comentaba con Alicia, ¡así  llevamos quince años! Ni mi primera petición me concediste, tanto como me querías, ella me la recordó; hazlo ahora anda y déjalo estar: apaga la luna, que me gusta soñar a oscuras. A continuación, se giró con brusquedad hacia su lado y se dispuso a dormir.
A Ricardo le dio un vuelco el corazón; por fín, diez años intentándolo y aquella maldita noche se lo había vuelto a pedir. Estaba seguro de ser capaz. Como en algún otro momento crítico de su vida, lamentó no creer en Dios para poder rezar, pero ahora tenía la oportunidad de acabar con todo aquello, de volver a los viejos tiempos. ¡Sólo tenía que apagar la luna!
Se acababa de tapar con la sábana pero se incorporó, buscó con la vista no sabía qué, hasta que lo vio. Ana no se dio cuenta, pero después de medio segundo de intensa concentración, con toda la solemnidad de que fue capaz, levantó su brazo hacia el cabecero de la cama. A modo de gran lámpara lunar tiró con un golpe seco pero suave de la corbata que colgaba, como si fuera una de aquellas cuerdas de bolitas que acababan en una campanita blanca de plástico que tenían las lámparas de toda la vida.
Esperó lo justo y después de un largo suspiro enfocó los ojos y pudo distinguir claramente que lo que flotaba en la piscina era su raqueta de paddle. ¿Qué pinta ahi? También confirmó que todo aquello había acabado.

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