Martes. 17:30 h. Acababan de llegar al barrio y aquel parque en la comunidad les vendría perfecto, con los toboganes, su arenero y sus columpios. María y su hijo Carlos se acercaron revisando todo con mirada escrutadora.
–¡Qué curioso, cuántas madres para tan pocos niños! – pensó María.
No pudo evitar que el niño se soltara de su mano, los columpios se movían solos y le siguió divertida entre un grupo de mujeres.
–Hola, buenas tardes– saludó tratando de resultar agradable. Se dio cuenta de que todas la miraban de una manera que le resultó extraña. –Bueno, tendré que empezar a hacer amigas– se dijo mientras Carlos comenzaba a columpiarse.
–Cuidado Carlitos, por favor, que eres muy bruto–, le dijo. Aunque ya llegaba demasiado alto en su balanceo, María sonrió y se dio la vuelta para buscar un banco en el que sentarse a leer un poco. Pero volvió a sentirse incómoda, –¿por qué me miran así?, ¿es que es un parque privado o qué?– Llegó a sospechar que allí había un problema de educación con las nuevas vecinas.
De repente sonó un ruido y reaccionó por puro instinto –Carlos, hijo, ¿estás bien?– El niño desde el suelo empezaba a llorar como solo lo hacen los niños y se manchó la mano con la sangre de su rodilla. –Vamos a casa, anda. Mira que siempre te digo que tengas cuidado, que eres muy bruto.
Mientras se iba con Carlos en brazos, María se sintió de nuevo observada de manera extraña y, de no ser porque el niño no dejaba de llorar, aquella vez se habría encarado con alguna de aquellas mujeres.
Viernes. 17:45 h. Carlos corría al columpio que se balanceaba vacío. Justo al llegar se detuvo y se fijó en una niña que creyó conocer y entonces, según bajaba el columpio, le dio un fuerte golpe en la frente que lo tiró al suelo dejándole inconsciente. María, que lo había visto todo, ya estaba corriendo hacia allí, lo cogió y, presa de pánico, le golpeaba en los carrillos como se suele hacer en estos casos. –¡Carlos, Carlos!, ¿qué te pasa, estás bien?, ¡despierta, despierta!– gritó María. Carlos abrió los ojos y miró a su madre. –¡Dios mío, qué pasa, otra vez! ¡Qué golpe! Nos vamos a Urgencias ahora mismo.
Más tarde, al volver en coche del hospital, María se dio cuenta que el parque ya estaba vacío. No, se fijó que un hombre estaba de rodillas al lado del columpio. –Mira–, le dijo a su marido, –otro que se ha caído, pobrecito. ¡Vaya racha!
Sábado. 12:30 h. Según salía del portal, ella lo vio. –Pero ¿qué es eso?– Una cinta amarilla como de una película de policías rodeaba uno de los columpios. Varias mujeres observaban estáticas la escena. Agarró con fuerza a su hijo y se acercó a una mujer pelirroja que estaba segura haber visto más veces. –¿Qué ha pasado?– le preguntó. –Una desgracia terrible, ayer un niño se cayó del columpio y se desnucó. ¡Tenía que pasar, si ya lo decíamos todas…!
Como un flash, María recordó al padre de rodillas en el columpio cuando volvían del hospital. Su angustia le impidió darse cuenta de que Carlos se soltaba y corría hacia el columpio olvidándose de los accidentes de los días anteriores. La vecina se giró despacio, muy tensa, y como intentando que nadie la viera, le cogió del brazo y le dijo: –Por Dios, señora, no le deje subirse, el suyo ha tenido mucha suerte.– María miró a aquella mujer sin comprender qué quería decir. – Por favor, no tiente a la suerte, pobre niño.
De repente, creyó entenderlo todo. Por muy de locos que le pareciera, no lo dudó un instante. Corrió desesperada hacia los columpios y bajó a Carlos de un tirón. –Pero, ¿qué pasa mamá?, no me caeré más–, se quejó amargamente el niño.
Mientras abrazaba a su hijo casi hasta ahogarlo notó que todas las madres le miraban, con esa mirada extraña, con una sonrisa como forzada. Juraría que su vecina pelirroja lloraba.
Un chirrido metálico repetitivo, parecido a un grillo gigante, percató a María de que el columpio no dejaba de balancearse fuertemente, como incitando.
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