En la cama, mirando hacia el techo deslucido por el paso del tiempo, estrujaba por un extremo un papel en el que se podía leer: “No volverás a verla”. Así, sin apenas respirar, llevaba horas.
Alrededor estaban todos consternados: sus hijos, un par de adolescentes que miraban como tontos alrededor nunca sabremos si por angustia o por falta total de interés; sus dos hermanas, que se movían con el nervio propio de un mercenario de campaña por el norte de Africa; y el médico del SAMUR, muy jovencito, que reclinado sobre el enfermo era evidente que ya no sabía qué hacer.
–¡Qué puta!– dijo Encarna, –parecía una santa y mira… se larga. Y él, ¡un cabrón!
–pero, ¿cómo es posible?–, gritó Toñi.
–Lo pierdo, lo pierdo– susurraba el médico angustiado.
Toñi, empujando sin contemplaciones al doctor, zarandeó violentamente a su hermano con desesperación:
–¡despierta, dinos qué ha pasado! ¿Qué te dijo?
El, después de semejante convulsión, reaccionó y movió los labios. El médico, sobresaltado, se puso de nuevo en su papel y acercó el oído a su boca. Tras unos segundos de silencio contenido por todos, su cara mudó, erguió su cuerpo, se giró y miró a los demás. Avergonzado, inició una sonrisa:
–Le dijo que bajaba por tabaco.
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